domingo, 12 de octubre de 2014

Nieve de primavera

Amanecía como otro día cualquiera, o eso pensaba él. Se levantó sin apartar las cortinas que a duras penas impedían que la luz entrase en su habitación.
Caminó hacia el baño adormilado, bostezando y frotando los ojos llenos de legañas.
Era domingo y no tenía nada que hacer. Quería tomarse un día completo para él. Conocer la ciudad sin más guía que sus propios pasos. Cepillo los dientes, se dio una ducha rápida, enjabonándose con especial atención los pies. Se secó. Cogió la ropa de domingo que había traído y que todavía no había utilizado en todo el tiempo que allí llevaba.
Miró por la ventana y vio que hacía viento aunque el día estaba soleado. Cogió una chaqueta y bajó las escaleras. Comenzó a caminar siguiendo los pequeños detalles de los edificios que llamaban su atención. Una puerta de madera muy antigua, un escaparate con cosas interesantes, una estatua en la fachada de la montaña.
Tenía una sonrisa inmensa, indeleble, que irradiaba energía con carga positiva contagiando a todos los viandantes con los que cruzaban. Se sentía feliz después de mucho tiempo. Estaba increíblemente transformado por la necesidad de serlo.
Miró a las montañas prácticamente desnudas. Habían perdido su mantón blanco, salvo en las más salta que conservaban algo similar a un gorro.
El viento seguía soplando. Se cogió la chaqueta por la parte inferior, incrustó la parte libre por el tirador hasta que tocó tope inferior y comenzó a subir el tirador.
Acababa de llegar sin darse cuenta y sin proponérselo al parque más grande de la ciudad. Un parque lleno de cerezos en flor. El suelo estaba cubierto por una cantidad inmensa de pétalos. Sólo en algunas zonas se podía percibir la hierba.
Sopló el viento y el milagro de la nieve en primavera se hizo realidad. El viento golpeándolo en la cara y los copos de los cerezos danzando al compás de las ráfagas de viento transportando un delicioso olor con su vuelo.

Continuó caminando el campo de cerezos en esa ventisca de primavera.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Los días de la semana

En la oscuridad de su habitación, mientras hacía el amor con su marido, Pilar pocas veces recordaba el pasado. Su matrimonio era feliz y así lo juzgaría casi cualquiera que los viese paseando los fines de semana mientras hacían la compra en el mercado, compraban flores y, antes de comer, se sentaban a tomar un vermut  en alguna terraza. Los que los tenían más cerca sabían que su relación no era impecable pero sí fuerte, casi indestructible. Atrás quedaba la aventura que Salvador había mantenido durante años con otra mujer, aquel hecho que casi derrumba el castillo que juntos habían levantado, pero que sobreviviendo a tal explosión había resultado una fortaleza impenetrable.

Salvador no era un hombre mujeriego que se valiese de sus viajes profesionales para tener aventuras esporádicas con mujeres. Sólo un idilio extraconyugal manchaba su consideración de buen esposo. Begoña había sido un viejo amor de juventud, de adolescencia o de niñez más propiamente dicho, tímido romance que sin marcarlo de manera vital se había convertido en un agradable recuerdo. El encuentro no fue una sorpresa para ninguno de los dos, ambos sabían dónde trabajaban y que sus empresas se reunían en Santander ese fin de semana; y aunque se habían seguido la pista el encuentro cuerpo a cuerpo resultó más intenso de lo esperado. Begoña soltera, Salvador celebraría en dos meses catorce años con Pilar. Nadie tendría por qué saberlo, no le faltaba el respeto a su mujer paseándose por las mismas calles, quedando en hoteles cercanos al hogar o en cafeterías vecinas. La distancia le sirvió de amiga y cómplice para creer que se debía a sí mismo el placer de tener a Begoña en sus brazos.

Debido al éxito de la operación interempresarial sus destinos no acabaron en un encuentro único de fin de semana y ambos se sumergieron en un amor de tres o cuatro días por semana, sin reproches al principio, sin celos ni peleas, y que se alargó en el tiempo por seis años mutando en una relación sólida de la que nacería Bruno.

La noticia del ascenso de su marido tenía un regusto agridulce para Pilar, por un lado la satisfacción de ver a su esposo progresar en la empresa, cómo se compensaba su valía profesional otorgándole lo que a los ojos de ella su marido merecía. Por otro, el hecho de que Salvador tuviese que pasar en Santander de lunes a jueves, asentándose y dejándola sola en el hogar la entristecía y a veces la asustaba. Ellos no tenían hijos, Pilar jamás había sentido la llamada del reloj biológico, estaba muy satisfecha profesionalmente en su bufete, le robaba numerosas horas de trabajo y no quería sacrificar la libertad de la que gozaban ella y su esposo, así que los días sin Salvador había adquirido una rutina de trabajo, gimnasia, reuniones con amigas o compañeras y frecuentes visitas a su familia, hermanas, sobrinos y padres. Así se construyó una vida a la espera del viernes y el regreso de Salvador a casa que también la hacía feliz. Pilar no quiso saber pero al final supo la existencia de Bruno, de Begoña y del amor que dividía a su marido entre Santander y Oviedo. Nunca habría imaginado su reacción ante el descubrimiento de que Salvador tenía una familia, algo que se le presentó por sorpresa pues jamás hubo algo que la hiciese sospechar.

Fue a los dos años del nacimiento del hijo cuando Pilar tuvo conciencia del engaño y comenzó su declive personal y moral, pues la primera tarde que presenció la infidelidad no podí ni imaginar hasta dónde podía llegar su pérdida, la suya y la de su marido, a los que les esperaba la más absoluta decadencia. No se trataba de dignidad ni de amor propio,sino de humanidad, pues los acontecimientos que el destino les preparaba exigían respuestas humanamente muy distintas de las que el matrimonio fue dando. Con la excusa de abrir horizontes próximos en el bufete, Pilar comenzó a viajar a Cantabria, León o Lugo, visitando empresas y consiguiendo algunos clientes. Santander era su objetivo y la suerte quiso que allí consiguiese importantes contactos viajando a la capital cántabra con bastante asiduidad. Allí espiaba a Begoña, a Bruno y a Salvador. Los veía como una familia moderna, que disfrutaba de la ciudad, de paseos, de sus hermosas calles, cafeterías y restaurantes. En esos momentos en que Pilar los observaba los veía andando mirando al pequeño en sus primeros descubrimientos, los veía comer o cenar fuera de casa y recoger a Bruno de la guardería. También observó que en más de una ocasión, se dirigían al hospital con el pequeño, quizás era algo normal en padres maduros pero primerizos, pero a Pilar le pareció que aquellas visitas eran más habituales de lo que deberían ser en un niño sano. El niño finalmente comenzó a pasar más tiempo ingresado que en casa. Primero semanas y finalmente meses, todo esto sin que Salvador interrumpiese jamás su rutina de fin de semana en Oviedo y los agostos con Pilar de viaje.

Begoña había aceptado desde el primer momento los términos de la relación, quizás porque Salvador jamás se los impuso, sino que simplemente Salvador jamás quiso pasar un día más en Santander de los que le exigía su trabajo, ni tampoco compartió con ella puentes o vacaciones. La concepción y nacimiento de Bruno fue deseo de Begoña, quería ser madre, aunque fuese ya un poco tarde para ello, siempre lo había deseado y siempre pensó que Salvador la colmó de felicidad al  brindarle tal regalo.  Al conocer la noticia de su embarazo, precisamente un viernes, tuvo que esperar a la vuelta de Salvador a Santander,el lunes, para contárselo. Creyó que esto cambiaría poco a poco la relación que mantenían pero a lo largo de los meses de gestación Salvador no modificó sus costumbres. Tampoco con el nacimiento del niño, al que asistió por coincidir con su estancia santanderina. Siguió volviendo a Oviedo los viernes y jamás adelantó su vuelta a Santander a un domingo por la tarde o por la noche. Begoña observaba que era un padre cariñoso, que le hacía gracias al pequeño, lo bañaba y se levantaba de madrugada para calmar sus llantos. Begoña pensaba que quizás a medida que el niño creciese y comenzase a hablarle, llamarlo papá, Salvador finalmente pondría fin a esa doble vida.

Salvador no se sentía feliz desde aquél primer fin de semana en Santander con Begoña. Desde que había comenzado su aventura había cargado con el peso de engañar a Pilar, a la que él siempre consideró la mujer de sus sueños. Desde que en la facultad la había perseguido como si de una estrella se tratase, pues en aquellos primeros momentos no podría haber imaginado que acabaría casándose con ella, ni mucho menos engañándola. Pilar lo había colmado sexual, intelectual y socialmente. Había hecho realidad una vida con la que él apenas se había atrevido a soñar, un muchacho hijo único de un minero y una lechera que habían luchado porque su hijo tuviese acceso a la universidad y estudiase Derecho. Un abogado en la familia, el primero. Gracias a Pilar y su entorno había conseguido relacionarse con un sector económicamente superior, permitiendo mostrar sus aptitudes como negociador y colocándolo en una importante empresa asturiana. Salvador adoraba la vida matrimonial que llevaban, su casa, sus vinos, sus quesos, sus cenas y sus viajes. Nada había que le faltase, pues incluso la decisión de no tener hijos le satisfacía, la tranquilidad de un hogar adulto entregado a la cultura, la gastronomía, los viajes y, en resumen, los placeres de la vida. Begoña había detonado esta estabilidad, con ella compartía esa experiencia primeriza de una vida austera y trabajadora que ambos habían superado con sus éxitos profesionales. La familia de Begoña había abandonado el pueblo minero en el que ambos crecieron cuando sus padres heredaron un estanco en Santander, la tierra originaria de ambos y, gracias a los ingresos de este negocio, Begoña estudió ingeniería en Madrid consiguiendo un buen puesto de trabajo a su vuelta al hogar familiar. Salvador y ella habían vivido paralelamente, incrementando los ingresos de sus padres y llevando un nivel de vida superior. Lo que ambos sabían, es que en el ascenso de él Pilar jugaba un papel esencial, esto Salvador jamás lo mencionaba pero internamente siempre lo tenía presente.

Los tres se enteraron en momentos diferentes de la enfermedad de Bruno. La primera Begoña, pues el grave diagnóstico se reveló en verano y Salvador descansaba en Mallorca junto a su esposa. En septiembre y tras días y noches de angustia, Begoña se lo comunicó a Salvador que la consolaba torpemente sin que pareciese compartir el mismo dolor. Begoña supo entonces que amaba a un ser no sólo cobarde, sino falto de toda sensibilidad, humanidad más parecido a un psicópata, cuando el viernes antes de comer se despedía de ella en la cafetería del hospital para volver a Oviedo. La última en enterarse fue Pilar, a quién no se lo confirmaron, sino que empezó a imaginarlo en sus jornadas espías, cuando pasando tardes frente a la puerta del piso del que tantas veces los veía salir, sólo observaba cómo Salvador entraba y pocos minutos después salía con una bolsa dirigiéndose al hospital. Así fueron las salteadas tardes en que Pilar viajaba a Santander para ver a algún cliente o asistir al juzgado de la capital. Pilar descubrió entonces que estaba casada con un ser cobarde y falto de toda sensibilidad, y empezó a faltarle a ella también cuando el viernes por la noche y al volver a casa tras el trabajo encontró a Salvador en su butaca leyendo a Paul Auster junto a una copa de vino. Dos días antes lo había visto en el hospital junto a Begoña, abrazándola a ella, más delgada, más ojerosa, más demacrada. Había pasado al menos tres semanas desde la primera tarde en que Pilar lo había visto dirigirse al hospital, pensando que sería otra de las muchas ocasiones en que el pequeño enfermaba. Hace dos días Pilar había adivinado la única respuesta posible: el niño estaba enfermo y debía ser grave. Sin embargo abandonó su humanidad cuando al entrar ella en casa vio como Salvador colocaba su elegante marcapáginas de piel comprado en Viena en el libro, lo cerraba y se levantaba a servirle a ella una copa de vino; se acercaba a ella con el tinto servido y la besaba en la mejilla. Abandonó su humanidad y quiso pensar que el niño no debía estar grave, que habría vuelto a  casa y descansaba con su madre. No pudo imaginar que el final del niño estaba muy cerca.

Salvador se consideraba sobre todo un hombre leal. Eso estaba por encima de todo. La lealtad que le había procesado a su esposa, a su matrimonio y a su empresa. Cuando Bruno falleció sintió un dolor nuevo y desconocido para él. Había perdido a sus padres, a dos amigos cercanos, pero aquel dolor no era el sentimiento que lo embargaba ahora. Tampoco debía de ser el dolor que Begoña sentía. Destrozada, simplemente había dejao de vivir. No había sido Begoña en los últimos tres meses, desde que Bruno fue mortalmente condenado por el destino con una enfermedad pulmonar letal. Había encadenado bajas en el trabajo y permisos por enfermedad de un familiar hasta perder su puesto de responsabilidad, y aunque conservaba el trabajo había perdido ingresos. Desde luego esto a ella no le importaba. No había siquiera conflicto entre conservar su vida o permanecer junto a su hijo. Cuando en las últimas noches y acompañada por sus padres presenciaba como Bruno moría poco a poco, Begoña no vio razones más que para acabar ella también. Salvador la había convertido en madre sin haberse convertido en padre, no la había abandonado pero jamás la había acompañado en este viaje. Simplemente estaba sola con su hijo. Nada más que su pequeño le importaba. Al volver del funeral durmió durante tres días. Su madre se instaló en su piso para acompañarla y cuando Salvador volvió el lunes del hogar conyugal lo echó de casa prohibiéndole volver. Era un sinvergënza al que no le dolía ni siquiera la muerte de su propio hijo. Esa noche en un hotel, y con poco más que lo puesto, Salvador hablaba con Pilar diciéndole que quería volver a estabilizarse en Oviedo, estaba cansado de viajes y de kilómetros en coche, de no poder llegar a casa todas las tardes. Pilar lo escuchó sorprendida y jamás volvió a espiarlos. Desde ese día, cuando ella viajaba a Santander para reunirse con un cliente, no acudía al piso para ver qué hacían, ni rondaba las oficinas de la empresa de Salvador para ver a dónde se dirigía al salir del trabajo. Simplemente almorzaba con el cliente o se dirigía al juzgado, al registro, al notario correspondiente y volvía en coche a Oviedo. Jamás conoció el suicidio de Begoña tras la muerte de Bruno, nunca se lo contó nadie. Sólo le confirmó la vida una suerte de confesión de su marido una noche, cuando ya agotaba sus días de trabajo en Santander, que entre susurros y medias palabras le reveló haber mantenido una relación extramatrimonial que se había prolongado en el tiempo. Pilar ante la comunicación de Salvador se lo hizo pagar con unos meses de castigo cuando él ya estaba instalado de nuevo en Oviedo y, sólo visitaba Santander pocos días a la semana, yendo y viniendo de la capital cántabra en el mismo día. Así Pilar escenificaba su enfado y dolor ante la infidelidad de su esposo rehuyendo sus caricias en la cama, planeando cenas y salidas al cine y al teatro sin él, incluso  un viaje con sus sobrinos al que no le invitó a ir. Pasado un tiempo prudencial Pilar interpretó el papel de esposa que perdona, que vuelve a abrazar al marido arrepentido, al que nunca pensó en dejarla y jamás concedió a la amante un minuto de su vida en matrimonio. Ni fines de semana, ni vacaciones, ni puentes, Navidades o cumpleaños.

Pilar imaginó lo ocurrido más de una vez. La última vez que espió a la familia de su marido fue también en el hospital, Begoña no era la mujer con la que su marido la había estado engañando, era una mujer rota con un sólo final posible. Pilar sabía que Salvador no volvería a ella sino huyendo de la desgracia. Nunca quiso indagar, nunca pensaba en ello cuando paseaban los sábados, cuando acudían juntos con sus sobrinos al club de lectura, cuando viajaban a París en Navidades. Así construyó su vida, la madurez de su matrimonio, sabiendo amar a un hombre pequeño, cobarde y sabiéndose convertidos en seres inhumanos impasibles al dolor , pero transformados también en un matrimonio tranquilo y sereno que compartía gustos, aficiones y su tiempo libre todos los días de la semana.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La vida en stand by

Se sienta en el sofá. Coge el mando, apunta y pulsa uno de los números del mando a distancia sin prestar demasiada atención.

Mira la televisión con la mirada perdida, posiblemente sin percatarse de que en el canal que ha escogido están emitiendo un programa de cotilleos y males ajenos.
Agita la cabeza y sale de su mundo en el que estaba encerrado. Se levanta y camina a la cocina, dejando la televisión encendida. Abre una alacena superior, la situada más a la derecha. Saca unos chorizos caseros. Busca en un cajón de gran tamaño una sartén. La saca. Se dirige a la nevera y coge un vino blanco de cartón. Coloca la tabla de madera sobre la mesa, coge un cuchillo y coloca el un chorizo sobre la tabla. Hace unos pequeños agujeros en los chorizos. Coloca la sartén sobre el hornillo, hecha un poco de aceite y espera hasta que la temperatura sea más o menos la adecuada para introducir el chorizo sobre la sartén. Abrió otra puerta y sacó una barra de pan que cortó en un tamaño similar al chorizo sobre la tabla. Agarró el cartón de vino y echó un poco sobre el chorizo.
Recogió la cocina. Se dirigió al salón donde la televisión lo estaba esperando. Antes de sentarse cogió un libro que estaba leyendo.  Leyó la misma frase cuatro veces. Se golpeó la cara. Dejó escapar un gemido de desespero por su boca ¡Ah! Se frotó la cara.
Fue a su habitación. Cogió el portátil, lo encendió. Buscó en el navegador la página donde siempre ve las series, pero hoy estaba caída. Buscó otra. No quería ver nada, pero tampoco quería sentirse un hongo. ¡Qué frustrante! ¡¡¡Ah!!!
Se levantó y se vistió de forma decente. Se estaba calzando cuando noto un peso enorme que le impedía salir a la calle. Vestido, ahora, se dirige al sofá.  Se tumba. Pone unos monólogos que ya había visto unas cien veces. Se ríe antes de que cuenten el chiste.
-       ¡Qué bueno! - dice mientras se ríe.
Cierra los ojos por momentos. Parpadea. Nota como su corazón bombea demasiado deprisa para la actividad que hace. Lo estresa.
Se levanta. Se dirige a la ventana. La abre. Intenta respirar aunque nota que el aire no es nada fresco. La ansiedad aumenta. Corre a la puerta, la abre y se percata de que no tiene las llaves. Corre. Corre tanto como puede a su habitación. La puerta continúa abierta. Rebusca entre el desorden
-       ¿!Dónde están las putas llaves!? – grita.
Va a la cocina. Busca. Se apresura a ir al salón. Tampoco están las dichosas llaves.
-       Joder – vuelve a la habitación.
Las ve encima de la cama donde antes había buscado. Respira demasiado fuerte. Caminar le empieza a costar. Comienza a bajar las escaleras. Llega al final. Se marea y comienza a andar pegado a la pared. Abre la puerta y balbucea.
-       Ayu…

Cae desplomado.

domingo, 24 de agosto de 2014

Intercambios rutinarios

El autobús para a sólo unos metros del hotel. Le da tiempo apenas a escuchar una canción más mientras camina. Entra por la puerta y saluda con un gesto a Luis y Fátima, camareros del comedor que acaban de colocar las cosas del desayuno. Baja unas escaleras y entra en la sala de taquillas donde deja su mochila, se quita por fin los auriculares y se pone su bata blanca con botones y cinturón. Cuando abre la puerta ya están Carmen y Sole pegadas a la plancha. El vapor es algo que cree le sienta bien para sus castigados pulmones, al fin y al cabo, es imposible que sus bronquios no se dilaten durante su jornada de trabajo. Piensa que eso la ayuda a sobrevivir mejor al invierno.

Es tan difícil hablar mientras trabaja que pasa las horas repasando una y otra vez lo sucedido el día anterior. Recrea sus pasos viéndose a sí misma en tercera persona. Ve como sale del hotel, come un sandwich y entra en la cafetería a limpiar. Justo cuando acaba de fregar se coloca su largo delantal negro y detrás de la barra observa cómo llega Jaime. Le pide un café con leche, largo de café, y luego él mismo, le añade canela. Nada de azúcar. Se sienta en cualquier mesa libre cerca del ventanal y abre su portátil. Tras unas cuatro horas abandona la cafetería y sale por la puerta trasera, lo que la obliga a dar un rodeo hasta llegar a la parada del metro. Baja las escaleras apresurando el paso porque oye como está entrando en la estación el vagón. Hay varios asientos libres por lo que se acomoda. Escuchando su música recuerda la cara de Jaime al ver la última quemadura que se hizo planchando esos manteles de lino utilizados para la última boda en el hotel. Rememora ese gesto de preocupación que él no pudo disimular, a ella le gusta. Seis paradas después sale del subsuelo y observa el cielo despejado. Camina aún dos manzanas más y llega a su piso. Abre la nevera y saca las salchichas de los lunes. Las hierve un poco mientras le dice a Mara que por favor vaya mañana ella a pagar el alquiler. Promete ir ella los dos próximos meses. Mara, mientras le da el pecho a su pequeña, acepta con una sonrisa. Le da un beso cariñoso en la frente a ambas y se lleva la cena a la habitación. Se lo vuelve a agradecer y ambas se sonríen, Mara le guiña un ojo. Se quieren. Se sienta en la mesa que utiliza de escritorio. Coge una salchicha con la mano, la moja en ketchup y se la mete en la boca. Comer sin cubiertos le gusta. Abre el cuaderno, ya casi van ochenta hojas usadas. Empieza a escribir.

Jaime sale de casa tarde, al mediodía. Ya ha modificado totalmente su reloj vital: acostarse a las 05:00 a.m. y levantarse a las 01:00 p.m. Deja su piso y cruza el paso de peatones que lo separa del kiosko donde compra a diario la prensa. Enciende su ipod y comienza su paseo hasta la cafetería en la que cada día toma su primer café y escribe su columna. El paseo le permite observar la ciudad cada día mientras repasa lo escrito la noche anterior, los cigarros fumados de madrugada, el folio que a veces es incapaz de llenar. Escucha aproximadamente diez canciones hasta que cruzando el ventanal se quita los auriculares y apaga el reproductor.

Ahí está ella, Clara, como todos los lunes, miércoles y  jueves de la semana. Sólo tres días. Eso le extraña. Imagina que será una estudiante que completará su beca o el sustento económico recibido de sus padres con este trabajo en la cafetería. Le sonríe y le pide un café. Siempre se lo deja en el punto exacto. Largo de café y cremoso. Después un toque de canela y sin endulzar. Cuando en ese momento se lo entrega descubre una marca de una herida reciente. Este hecho atrae su atención tan descaradamente que la mira sin reparo, casi de manera grosera. Clara se percata y le despeja las dudas: es planchadora en el Hotel Gran Embajador. Le sonríe con los ojos y nota cierto rubor en la joven. Se disculpa educadamente por la indiscreción, recoge su café y se sienta en la mesa libre que encuentra cerca del ventanal. Intenta escribir la columna que entregará mañana y se publicará en tres días. Se pregunta si ella leerá sus columnas. Antes de la quemadura lo daba casi por supuesto. Ella era a sus ojos una universitaria y él un aclamado escritor y columnista que gozaba del favor de un público joven. Ahora tiene dudas. Ha errado en su juicio sobre ella. Quizás porque es guapa y tiene buenos modales la creyó una estudiante. Sería quizás por aquel comentario que le hizo en una ocasión, inteligente e irónico, sobre el libro que un cliente había olvidado en la barra. Clara se marcha alrededor de las 7 y media de la tarde y él todavía agota una hora más la estancia. En total tres cafés y dos sandwiches: 35 euros, pero la atmósfera y la ubicación de la cafetería, a su parecer, los vale. Jaime recoge su portátil y de nuevo se coloca los auriculares. Enciende el ipod y se acerca al supermercado.Compra verduras frescas y frutas tropicales, al fin y al cabo la cena es la comida que más lo nutre de todo el día. Llega a casa, deja las bolsas en la mesa de la cocina. No las coloca, ni siquiera saca su compra. Se cae al suelo el recibo del supermercado y sin mirarlo lo tira a la basura. Se quita el abrigo y posa su mochila en el sofá. Acaricia a su perro y le dice con cariño que ahora bajan al parque. Le pregunta retóricamente si Saúl, el paseador y educador canino, se ha portado bien con él. El perro se sienta y alegremente menea el rabo. Se quieren. Entonces de la parte izquierda del estrecho armario del baño saca la tabla sin estrenar. Va a su habitación, coge una camisa al azar. Regresa al baño, no lo ha hecho en su vida y ya van más de diez años viviendo solo. Empieza a planchar.

jueves, 14 de agosto de 2014

¿Podríamos quedar el sábado?

Vuelve a casa. La cabeza mira al frente, pero le resulta imposible ver lo que está mirando. Camina de memoria, perdido, aunque conoce el camino.
Llega al coche. Abre la puerta y se sienta. La noche estaba preciosa. La luna parecía estar más cerca de lo habitual. Abre la puerta y se sube al coche.
Piensa.
Sale de su sueño despierto. Pisa el embrague, saca la marcha y pone la palanca en punto muerto. Mete la llave en el contacto. La gira y el coche se enciende.
Aguarda unos segundos con la cabeza mirando a la parte inferior del volantes antes de sacar el coche de parking en el que estaba estacionado.  Sale.
Conduce hacia casa.
En el camino de vuelta, sigue pensando en lo que ha pasado. Recuerda a su padre. Recuerda los años que ha pasado sin verlo. Recuerda cuando fueron de compras unas semanas antes de empezar su carrera. Una carrera que su padre le había ayudado a decidir. Recupero casi olvidados recuerdo que tenía en su mente. Serás gilipollas, se autoinsultó.
Vio un hueco bastante amplio en la zona de aparcamiento que había a la derecha de la calzada. Se detuvo.
Agarra con fuerza el volante utilizando las dos manos moviéndolas de forma nerviosa. Suelta una y se la mete en el bolsillo. Saca el móvil y lo mira con detenimiento. Lo desbloquea. Mira la hora.
Busca el número de teléfono y dubitativo pulsa en el botón de llamar. Da tono.
-       ¿Sí? – Espera la respuesta.
-       ¿Sí? – pregunta de nuevo - ¿Hola?
-       ¿Sí? – reitera una tercera vez.
-       Hola, papá.
-       ¿Hijo? ¿Eres tú? – preguntando con la voz temblorosa de la emoción y de la sorpresa.
-       Te quiero mucho papá. Papá, - hace una pequeña pausa - lo siento mucho. – Empezó a llorar.

El padre destrozado al escuchar que su hijo está llorando le pregunta dónde está. Entre sollozos su hijo responde. Se sincera. Le cuenta la soledad en la se encuentra y lo mucho que siente haberlo dejado solo a él.

domingo, 3 de agosto de 2014

La noticia del día

Tanto visitante inesperado había detonado su rutina, fuera de las visitas esporádicas de colegios locales a nadie le interesaba el museo. Pero sorpresivamente allí estaba la prensa, antes incluso de que se abrieran las puertas. Una vez dentro fueron derechos a la sala, grabaron e intentaron recrear la escena ocurrida la tarde anterior. Conexiones en directo, absurdas entrevistas, conjeturas estúpidas, suposiciones disparatadas y casi medio centenar cubriendo la para sus jefes noticia del día. Rondó por allí algún vecino curioso y ya por la tarde nadie más se acercó. Cuando se hubieron marchado volvió la quietud habitual y se reconcilió con el mundo.

lunes, 28 de julio de 2014

Un domingo de transición

Soplaba una ligera brisa que producía un movimiento ondulatorio, casi hipnótico, en las ramas de los árboles.  El sol estaba en el cénit y sus rayos cegaban al reflejarse en el pequeño lago artificial que había en el parque.
-       ¿¡Ves!? ¡Lo tienes que hacer así! – dijo a su hermano pequeño.
-       ¡Eso es! Ayuda a tu hermano.
Hacía sólo una semana que había comprado las coderas, las rodilleras, las muñequeras con protección para las palmas y el casco. Protegido por todo eso, el pequeño Robocop intentaba andar sus primeros metros sobre ese artificio de dos ruedas. Para aumentar todavía más la seguridad, habían decido probar sobre el césped. Un pequeño empujón tras las nociones básicas y a ver qué pasa.
La línea recta estaba controlada, pero girar hacia un lado u otro era un nivel que todavía no podía alcanzar.
-       Me has visto papá. ¡Viste cuánto he anduvido! – dijo mientras giraba la bicicleta para dirigirse hacia su padre.
-       He andado. Se dice he andado.– corrigió el padre – Claro que lo he visto. ¡Eres un campeón!
El niño sonrió. El padre llamó al hijo mayor que se estaba alejando demasiado y le pidió que fuese con su hermano en línea recta lo máximo que pudiesen. Mientras se preparaban, el padre cogió la cámara de vídeo para inmortalizar el momento.
En ese momento no pensaba en lo duró que se le iba a hacer no verlos tan a menudo. Verlos cada día y de repente sólo los fines de semana. Estaba disfrutando al máximo. Veía a sus pequeños avanzar, crecer y, aunque eso es una sensación que se repite en la vida de un padre, cada vez que ocurre se percibe de distinta forma.

Era domingo. Uno más de los domingos pasados y uno nuevo de los domingos del futuro. Un domingo de transición.

sábado, 12 de julio de 2014

Mágica teórica

Todo lo que he estudiado en mi vida se ha visto derruido. Ahora me veo obligado a dar clases particulares en mi pueblo de algo en lo que no creo. Mis vecinos me admiran, soy físico, trabajé en Suíza “en eso tan importante del Big Bang”; no saben muy bien qué es lo que hacía pero su ignorancia no resta un gramo a la tremenda admiración con la que me agasajan. Imposible explicarles por qué regresé, muchos comentaron que me habían echado, nadie imagina lo poco que importa ya para mí el bosón de Higgs.


De qué está hecha la conciencia humana planteaba  mi profesor, sostenía que lo podríamos saber cuando llegásemos al origen de todo, la  lucha primera  entre materia y antimateria. Y el tiempo, qué sería de la conciencia humana sin él. Miro mi reloj que gira hacia atrás, llevándome con él  evitando que dañe a aquéllos que me rodean. Me llevó más de una vez al momento en que rechazaba volver a casa, repetidamente hasta que por fin accedí entendiendo su señal, sabiendo que si el reloj andaba de nuevo estaría obrando bien. ¿Habrá otros como el mío? Por el mundo en el que vivo puedo adivinar que no. Pocas veces dá ya marcha atrás, solo marca las horas de los días que aquí paso  dando clases y junto a los que dieron y perdieron todo para que yo pudiese  cumplir mi sueño de científico y ahora sé que la conciencia es más magia que Física.

domingo, 29 de junio de 2014

¡Cómo pasa el tiempo!

Cómo había pasado el tiempo. Ya tenía dieciocho años, ya se iba de casa para comenzar a labrarse un futuro, ya se había hecho mayor, ya…
Mientras desayunaban esa mañana de sábado de septiembre, su padre lo miraba conteniendo las lágrimas confundidas entre pena y alegría. Lo miró a los ojos y sonrió. Su hijo le devolvió la mirada. Desprendía la emoción propia de la juventud a la espera de una gran aventura.
-       ¿Preparado? – pregunta el padre.
-       Sí. – contesta el hijo mientras recoge todos los utensilios que utilizaron durante el desayuno.
Se miraron.
Cogieron las chaquetas. Ya empezaba a hacer frío. Caminaron hasta el garaje donde tenían su viejo y prácticamente destartalado  coche. Miró a su padre y pensó en conseguir un nuevo coche para el hombre que le había dado su genética sin haber pedido nada a cambio. Eso se veía lejos.
Subieron y salieron por el empinado garaje. Despacio en la salida, teniendo cuidado de que ningún peatón despistado  no lo viese.
Los dos bromeaban más como dos amigos que como padre e hijo. Se sentía mayor manteniendo esta relación con su padre. Se sentía mayor porque se iba de casa y comenzaba una nueva vida.
Llegaron a la zona de las tiendas. Empezaron las discusiones típicas entre generaciones. Ni de coña, papá eran unas contestaciones más que habituales. Su padre le trae un traje y su hijo se ríe. No voy a una entrevista de trabajo contesta con una mezcla de desesperación y risa. Se acerca de nuevo con una trenca. Al joven se le iluminó la cara. ¡Buah, qué guapa! Exclamó contento.
Estaban contentos. Sentían el sentimiento de orgullo de ser hijo de su padre y viceversa. Estaban contentos. Se podría decir que eran felices.
Acabaron las compras. Comenzó a llover. Corrieron al coche cargados con las bolsas de la compra. Subieron al coche con una sonrisa cada uno quejándose de la lluvia.
Al llegar a casa, su madre les preguntó qué les pasaba. Habían llegado alterados, riendo, bromeando y conversando como dos buenos amigos. Habían conectados. Nunca antes había visto a su padre como un amigo.

Ese sería un día que no podrían  olvidar, un día feliz.

jueves, 24 de abril de 2014

La fábula del niño

Raúl tiene 9 años, le gusta leer, los juegos de rol, el balonmano y las series americanas recomendadas para chicos mayores que él. Le gustaba sentarse en el acogedor salón que su madre había decorado cuidadosamente hasta conseguir un clima digno de catálogo. Y allí estaba, tumbado en el sofá viendo la televisión, solo en la sala. Y entonces tuvo lugar una escena.

Tres jóvenes, dos hombres y una mujer, viajaban en un coche mientras ella hablaba por el manos libres con su jefe, que la insultaba recurriendo a su condición de mujer, indicándole que lo único que ahora podría hacer para arreglar su trabajo era ponerse unas botas altas y alegrale el día en una habitación de hotel. Y entonces vio la cara de la chica, cómo sus dos colegas en el coche habían escuchado aquello, cómo sentía vergüenza y bochorno; la actriz interpretó tan bien que Raúl comprendió la parte real de aquel hecho, de las muchas veces que posiblemente se faltase el respeto a las jóvenes de forma machista. Y entonces resolvió que desde día él iba a ser feminista.

Primero se acercó a la cocina de su casa, a contárselo a su madre, que había llegado hacía veinte minutos de trabajar y ahora calentaba la comida que Isabel, la asistenta, preparaba mientras llamaba a su hija para que pusiera la mesa. Su madre rió con ternura. Pensó que esa nueva ocurrencia de su mimado niño pequeño se debía al amor que sentía por ella, a su admiración. Raúl no entendió la reacción de su madre. No lo apoyó, ni lo felicitó por su decisión, no le dijo ni una palabra, ni si ella ya era feminista o no, si estaban juntos en esto. Se limitó a acariciarle la cara y pedirle que llamase a su hermana.

Después se lo comunicó a su padre, que estaba sentado delante del ordenador navegando en la red. El padre le explicó a Raúl que el feminismo era un anacronismo, que ya no se necesitaban personas feministas. Eso era un movimiento superado, cosa de los años 60 o 70, ahora ya estaba todo hecho. Raúl pensó en estas últimas palabras: ahora ya estaba todo hecho. Recordó entonces la escena. Era un coche nuevo, la chica llevaba un peinado actual, como sus primas, el acompañante escribía en un iPad y hablaban por el manos libres. No le pareció que aquello perteneciera a una época pasada.

Por último se lo anunció a su hermana, una bella adolescente colmada de caprichos. Inteligente y espabilada, buscaba Raúl en ella la empatía que sus padres no le habían brindado. Sin embargo ésta le anunció que ser feminista no era nada positivo. Según lo que ella había visto ser feminista era ser violenta y estar insatisfecha de forma crónica, además, las feministas nunca ven las cosas con perspectivas y exageran todo. Ella “nunca sería feminista ¡ Por Dios!”. Ningún chico de provecho se fijaría en una feminista porque eran una especie de lesbianas tristes y deprimidas que protestaban por todo y nunca hacían nada alegre o divertido. Raúl, no tenía palabras, se limitó a darse la vuelta y volver al salón.

Ante este panorama el niño decidió no compartir con nadie más su nueva condición. Pensó que él jamás permanecería impasible ante un abuso así y que nunca permitiría que una amiga o compañera sufriera una vergüenza tal. Y pensando esto comenzó él mismo a poner la mesa.

lunes, 14 de abril de 2014

Un marco


Se aferra al recuerdo. Agarra la fotografía y acaricia el marco y el cristal que la protege de la humedad. Le habla. Sólo el silencio y él solo. Ve a sus pequeños, sus dos hijos, sonriendo.

Ya había pasado tiempo, ¿cuántos meses?, se pregunta mientras echa cuentas. Siete, se responde con una mueca que semejaba una sonrisa ocultando el dolor, sólo quedaban dos más para volver a verlos, pero todavía faltaban dos. Dos largos y cortos meses.

Acaricia el cristal de nuevo situando los dedos sobre la cara de su hijo menor. Duda si podría reconocerlo al llegar. Temía que al niño también le pasase lo mismo. Se imaginaba en el aeropuerto yendo a su encuentro y que el pequeño preguntase a su madre ¿quién es este señor? Le aterraba, lo destrozaba y le hacía cabrearse consigo mismo.

Se levanta del sofá y se dirige al baño para cepillar los dientes y hacer sus necesidades físicas. Al terminar vuelve a la sali,ta coge la foto y se dirige al único dormitorio del piso. Enciende las luces.

Se desnuda muy rápidamente porque hace frío a pesar de estar la calefacción encendida y se queda en bóxer.

Aparta el  edredón, la manta y la sábana. Se sentó al borde de la cama. Deja las zapatillas en el suelo, perfectamente perpendiculares a la cama y tocándose una con la otra tal y como siempre hace. Mira el marco una última vez y lo deja sobre la mesita de noche. Se tumba. Presiona el interruptor y las luces se apagan. Un escalofrío recorre su cuerpo al entrar en contacto con las frías sábanas.

Tumbado coma arriba, presiente que esta noche será larga. Una pelea a muerte con el sueño en el que este último desaparece continuamente. Mira el techo, negro por la ausencia de luz, imaginando el futuro. Planea.

Escucha el despertador que suena a cada segundo produciendo un sonido equiparable al de una maza chocando con una pared. El ruido se estanca en su cabeza. Se cubre completamente con todas las capas y toma la posición fetal sobre el lado izquierdo.
Hoy será otra noche en vela y ya iban muchas esta semana.