domingo, 14 de septiembre de 2014

Los días de la semana

En la oscuridad de su habitación, mientras hacía el amor con su marido, Pilar pocas veces recordaba el pasado. Su matrimonio era feliz y así lo juzgaría casi cualquiera que los viese paseando los fines de semana mientras hacían la compra en el mercado, compraban flores y, antes de comer, se sentaban a tomar un vermut  en alguna terraza. Los que los tenían más cerca sabían que su relación no era impecable pero sí fuerte, casi indestructible. Atrás quedaba la aventura que Salvador había mantenido durante años con otra mujer, aquel hecho que casi derrumba el castillo que juntos habían levantado, pero que sobreviviendo a tal explosión había resultado una fortaleza impenetrable.

Salvador no era un hombre mujeriego que se valiese de sus viajes profesionales para tener aventuras esporádicas con mujeres. Sólo un idilio extraconyugal manchaba su consideración de buen esposo. Begoña había sido un viejo amor de juventud, de adolescencia o de niñez más propiamente dicho, tímido romance que sin marcarlo de manera vital se había convertido en un agradable recuerdo. El encuentro no fue una sorpresa para ninguno de los dos, ambos sabían dónde trabajaban y que sus empresas se reunían en Santander ese fin de semana; y aunque se habían seguido la pista el encuentro cuerpo a cuerpo resultó más intenso de lo esperado. Begoña soltera, Salvador celebraría en dos meses catorce años con Pilar. Nadie tendría por qué saberlo, no le faltaba el respeto a su mujer paseándose por las mismas calles, quedando en hoteles cercanos al hogar o en cafeterías vecinas. La distancia le sirvió de amiga y cómplice para creer que se debía a sí mismo el placer de tener a Begoña en sus brazos.

Debido al éxito de la operación interempresarial sus destinos no acabaron en un encuentro único de fin de semana y ambos se sumergieron en un amor de tres o cuatro días por semana, sin reproches al principio, sin celos ni peleas, y que se alargó en el tiempo por seis años mutando en una relación sólida de la que nacería Bruno.

La noticia del ascenso de su marido tenía un regusto agridulce para Pilar, por un lado la satisfacción de ver a su esposo progresar en la empresa, cómo se compensaba su valía profesional otorgándole lo que a los ojos de ella su marido merecía. Por otro, el hecho de que Salvador tuviese que pasar en Santander de lunes a jueves, asentándose y dejándola sola en el hogar la entristecía y a veces la asustaba. Ellos no tenían hijos, Pilar jamás había sentido la llamada del reloj biológico, estaba muy satisfecha profesionalmente en su bufete, le robaba numerosas horas de trabajo y no quería sacrificar la libertad de la que gozaban ella y su esposo, así que los días sin Salvador había adquirido una rutina de trabajo, gimnasia, reuniones con amigas o compañeras y frecuentes visitas a su familia, hermanas, sobrinos y padres. Así se construyó una vida a la espera del viernes y el regreso de Salvador a casa que también la hacía feliz. Pilar no quiso saber pero al final supo la existencia de Bruno, de Begoña y del amor que dividía a su marido entre Santander y Oviedo. Nunca habría imaginado su reacción ante el descubrimiento de que Salvador tenía una familia, algo que se le presentó por sorpresa pues jamás hubo algo que la hiciese sospechar.

Fue a los dos años del nacimiento del hijo cuando Pilar tuvo conciencia del engaño y comenzó su declive personal y moral, pues la primera tarde que presenció la infidelidad no podí ni imaginar hasta dónde podía llegar su pérdida, la suya y la de su marido, a los que les esperaba la más absoluta decadencia. No se trataba de dignidad ni de amor propio,sino de humanidad, pues los acontecimientos que el destino les preparaba exigían respuestas humanamente muy distintas de las que el matrimonio fue dando. Con la excusa de abrir horizontes próximos en el bufete, Pilar comenzó a viajar a Cantabria, León o Lugo, visitando empresas y consiguiendo algunos clientes. Santander era su objetivo y la suerte quiso que allí consiguiese importantes contactos viajando a la capital cántabra con bastante asiduidad. Allí espiaba a Begoña, a Bruno y a Salvador. Los veía como una familia moderna, que disfrutaba de la ciudad, de paseos, de sus hermosas calles, cafeterías y restaurantes. En esos momentos en que Pilar los observaba los veía andando mirando al pequeño en sus primeros descubrimientos, los veía comer o cenar fuera de casa y recoger a Bruno de la guardería. También observó que en más de una ocasión, se dirigían al hospital con el pequeño, quizás era algo normal en padres maduros pero primerizos, pero a Pilar le pareció que aquellas visitas eran más habituales de lo que deberían ser en un niño sano. El niño finalmente comenzó a pasar más tiempo ingresado que en casa. Primero semanas y finalmente meses, todo esto sin que Salvador interrumpiese jamás su rutina de fin de semana en Oviedo y los agostos con Pilar de viaje.

Begoña había aceptado desde el primer momento los términos de la relación, quizás porque Salvador jamás se los impuso, sino que simplemente Salvador jamás quiso pasar un día más en Santander de los que le exigía su trabajo, ni tampoco compartió con ella puentes o vacaciones. La concepción y nacimiento de Bruno fue deseo de Begoña, quería ser madre, aunque fuese ya un poco tarde para ello, siempre lo había deseado y siempre pensó que Salvador la colmó de felicidad al  brindarle tal regalo.  Al conocer la noticia de su embarazo, precisamente un viernes, tuvo que esperar a la vuelta de Salvador a Santander,el lunes, para contárselo. Creyó que esto cambiaría poco a poco la relación que mantenían pero a lo largo de los meses de gestación Salvador no modificó sus costumbres. Tampoco con el nacimiento del niño, al que asistió por coincidir con su estancia santanderina. Siguió volviendo a Oviedo los viernes y jamás adelantó su vuelta a Santander a un domingo por la tarde o por la noche. Begoña observaba que era un padre cariñoso, que le hacía gracias al pequeño, lo bañaba y se levantaba de madrugada para calmar sus llantos. Begoña pensaba que quizás a medida que el niño creciese y comenzase a hablarle, llamarlo papá, Salvador finalmente pondría fin a esa doble vida.

Salvador no se sentía feliz desde aquél primer fin de semana en Santander con Begoña. Desde que había comenzado su aventura había cargado con el peso de engañar a Pilar, a la que él siempre consideró la mujer de sus sueños. Desde que en la facultad la había perseguido como si de una estrella se tratase, pues en aquellos primeros momentos no podría haber imaginado que acabaría casándose con ella, ni mucho menos engañándola. Pilar lo había colmado sexual, intelectual y socialmente. Había hecho realidad una vida con la que él apenas se había atrevido a soñar, un muchacho hijo único de un minero y una lechera que habían luchado porque su hijo tuviese acceso a la universidad y estudiase Derecho. Un abogado en la familia, el primero. Gracias a Pilar y su entorno había conseguido relacionarse con un sector económicamente superior, permitiendo mostrar sus aptitudes como negociador y colocándolo en una importante empresa asturiana. Salvador adoraba la vida matrimonial que llevaban, su casa, sus vinos, sus quesos, sus cenas y sus viajes. Nada había que le faltase, pues incluso la decisión de no tener hijos le satisfacía, la tranquilidad de un hogar adulto entregado a la cultura, la gastronomía, los viajes y, en resumen, los placeres de la vida. Begoña había detonado esta estabilidad, con ella compartía esa experiencia primeriza de una vida austera y trabajadora que ambos habían superado con sus éxitos profesionales. La familia de Begoña había abandonado el pueblo minero en el que ambos crecieron cuando sus padres heredaron un estanco en Santander, la tierra originaria de ambos y, gracias a los ingresos de este negocio, Begoña estudió ingeniería en Madrid consiguiendo un buen puesto de trabajo a su vuelta al hogar familiar. Salvador y ella habían vivido paralelamente, incrementando los ingresos de sus padres y llevando un nivel de vida superior. Lo que ambos sabían, es que en el ascenso de él Pilar jugaba un papel esencial, esto Salvador jamás lo mencionaba pero internamente siempre lo tenía presente.

Los tres se enteraron en momentos diferentes de la enfermedad de Bruno. La primera Begoña, pues el grave diagnóstico se reveló en verano y Salvador descansaba en Mallorca junto a su esposa. En septiembre y tras días y noches de angustia, Begoña se lo comunicó a Salvador que la consolaba torpemente sin que pareciese compartir el mismo dolor. Begoña supo entonces que amaba a un ser no sólo cobarde, sino falto de toda sensibilidad, humanidad más parecido a un psicópata, cuando el viernes antes de comer se despedía de ella en la cafetería del hospital para volver a Oviedo. La última en enterarse fue Pilar, a quién no se lo confirmaron, sino que empezó a imaginarlo en sus jornadas espías, cuando pasando tardes frente a la puerta del piso del que tantas veces los veía salir, sólo observaba cómo Salvador entraba y pocos minutos después salía con una bolsa dirigiéndose al hospital. Así fueron las salteadas tardes en que Pilar viajaba a Santander para ver a algún cliente o asistir al juzgado de la capital. Pilar descubrió entonces que estaba casada con un ser cobarde y falto de toda sensibilidad, y empezó a faltarle a ella también cuando el viernes por la noche y al volver a casa tras el trabajo encontró a Salvador en su butaca leyendo a Paul Auster junto a una copa de vino. Dos días antes lo había visto en el hospital junto a Begoña, abrazándola a ella, más delgada, más ojerosa, más demacrada. Había pasado al menos tres semanas desde la primera tarde en que Pilar lo había visto dirigirse al hospital, pensando que sería otra de las muchas ocasiones en que el pequeño enfermaba. Hace dos días Pilar había adivinado la única respuesta posible: el niño estaba enfermo y debía ser grave. Sin embargo abandonó su humanidad cuando al entrar ella en casa vio como Salvador colocaba su elegante marcapáginas de piel comprado en Viena en el libro, lo cerraba y se levantaba a servirle a ella una copa de vino; se acercaba a ella con el tinto servido y la besaba en la mejilla. Abandonó su humanidad y quiso pensar que el niño no debía estar grave, que habría vuelto a  casa y descansaba con su madre. No pudo imaginar que el final del niño estaba muy cerca.

Salvador se consideraba sobre todo un hombre leal. Eso estaba por encima de todo. La lealtad que le había procesado a su esposa, a su matrimonio y a su empresa. Cuando Bruno falleció sintió un dolor nuevo y desconocido para él. Había perdido a sus padres, a dos amigos cercanos, pero aquel dolor no era el sentimiento que lo embargaba ahora. Tampoco debía de ser el dolor que Begoña sentía. Destrozada, simplemente había dejao de vivir. No había sido Begoña en los últimos tres meses, desde que Bruno fue mortalmente condenado por el destino con una enfermedad pulmonar letal. Había encadenado bajas en el trabajo y permisos por enfermedad de un familiar hasta perder su puesto de responsabilidad, y aunque conservaba el trabajo había perdido ingresos. Desde luego esto a ella no le importaba. No había siquiera conflicto entre conservar su vida o permanecer junto a su hijo. Cuando en las últimas noches y acompañada por sus padres presenciaba como Bruno moría poco a poco, Begoña no vio razones más que para acabar ella también. Salvador la había convertido en madre sin haberse convertido en padre, no la había abandonado pero jamás la había acompañado en este viaje. Simplemente estaba sola con su hijo. Nada más que su pequeño le importaba. Al volver del funeral durmió durante tres días. Su madre se instaló en su piso para acompañarla y cuando Salvador volvió el lunes del hogar conyugal lo echó de casa prohibiéndole volver. Era un sinvergënza al que no le dolía ni siquiera la muerte de su propio hijo. Esa noche en un hotel, y con poco más que lo puesto, Salvador hablaba con Pilar diciéndole que quería volver a estabilizarse en Oviedo, estaba cansado de viajes y de kilómetros en coche, de no poder llegar a casa todas las tardes. Pilar lo escuchó sorprendida y jamás volvió a espiarlos. Desde ese día, cuando ella viajaba a Santander para reunirse con un cliente, no acudía al piso para ver qué hacían, ni rondaba las oficinas de la empresa de Salvador para ver a dónde se dirigía al salir del trabajo. Simplemente almorzaba con el cliente o se dirigía al juzgado, al registro, al notario correspondiente y volvía en coche a Oviedo. Jamás conoció el suicidio de Begoña tras la muerte de Bruno, nunca se lo contó nadie. Sólo le confirmó la vida una suerte de confesión de su marido una noche, cuando ya agotaba sus días de trabajo en Santander, que entre susurros y medias palabras le reveló haber mantenido una relación extramatrimonial que se había prolongado en el tiempo. Pilar ante la comunicación de Salvador se lo hizo pagar con unos meses de castigo cuando él ya estaba instalado de nuevo en Oviedo y, sólo visitaba Santander pocos días a la semana, yendo y viniendo de la capital cántabra en el mismo día. Así Pilar escenificaba su enfado y dolor ante la infidelidad de su esposo rehuyendo sus caricias en la cama, planeando cenas y salidas al cine y al teatro sin él, incluso  un viaje con sus sobrinos al que no le invitó a ir. Pasado un tiempo prudencial Pilar interpretó el papel de esposa que perdona, que vuelve a abrazar al marido arrepentido, al que nunca pensó en dejarla y jamás concedió a la amante un minuto de su vida en matrimonio. Ni fines de semana, ni vacaciones, ni puentes, Navidades o cumpleaños.

Pilar imaginó lo ocurrido más de una vez. La última vez que espió a la familia de su marido fue también en el hospital, Begoña no era la mujer con la que su marido la había estado engañando, era una mujer rota con un sólo final posible. Pilar sabía que Salvador no volvería a ella sino huyendo de la desgracia. Nunca quiso indagar, nunca pensaba en ello cuando paseaban los sábados, cuando acudían juntos con sus sobrinos al club de lectura, cuando viajaban a París en Navidades. Así construyó su vida, la madurez de su matrimonio, sabiendo amar a un hombre pequeño, cobarde y sabiéndose convertidos en seres inhumanos impasibles al dolor , pero transformados también en un matrimonio tranquilo y sereno que compartía gustos, aficiones y su tiempo libre todos los días de la semana.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La vida en stand by

Se sienta en el sofá. Coge el mando, apunta y pulsa uno de los números del mando a distancia sin prestar demasiada atención.

Mira la televisión con la mirada perdida, posiblemente sin percatarse de que en el canal que ha escogido están emitiendo un programa de cotilleos y males ajenos.
Agita la cabeza y sale de su mundo en el que estaba encerrado. Se levanta y camina a la cocina, dejando la televisión encendida. Abre una alacena superior, la situada más a la derecha. Saca unos chorizos caseros. Busca en un cajón de gran tamaño una sartén. La saca. Se dirige a la nevera y coge un vino blanco de cartón. Coloca la tabla de madera sobre la mesa, coge un cuchillo y coloca el un chorizo sobre la tabla. Hace unos pequeños agujeros en los chorizos. Coloca la sartén sobre el hornillo, hecha un poco de aceite y espera hasta que la temperatura sea más o menos la adecuada para introducir el chorizo sobre la sartén. Abrió otra puerta y sacó una barra de pan que cortó en un tamaño similar al chorizo sobre la tabla. Agarró el cartón de vino y echó un poco sobre el chorizo.
Recogió la cocina. Se dirigió al salón donde la televisión lo estaba esperando. Antes de sentarse cogió un libro que estaba leyendo.  Leyó la misma frase cuatro veces. Se golpeó la cara. Dejó escapar un gemido de desespero por su boca ¡Ah! Se frotó la cara.
Fue a su habitación. Cogió el portátil, lo encendió. Buscó en el navegador la página donde siempre ve las series, pero hoy estaba caída. Buscó otra. No quería ver nada, pero tampoco quería sentirse un hongo. ¡Qué frustrante! ¡¡¡Ah!!!
Se levantó y se vistió de forma decente. Se estaba calzando cuando noto un peso enorme que le impedía salir a la calle. Vestido, ahora, se dirige al sofá.  Se tumba. Pone unos monólogos que ya había visto unas cien veces. Se ríe antes de que cuenten el chiste.
-       ¡Qué bueno! - dice mientras se ríe.
Cierra los ojos por momentos. Parpadea. Nota como su corazón bombea demasiado deprisa para la actividad que hace. Lo estresa.
Se levanta. Se dirige a la ventana. La abre. Intenta respirar aunque nota que el aire no es nada fresco. La ansiedad aumenta. Corre a la puerta, la abre y se percata de que no tiene las llaves. Corre. Corre tanto como puede a su habitación. La puerta continúa abierta. Rebusca entre el desorden
-       ¿!Dónde están las putas llaves!? – grita.
Va a la cocina. Busca. Se apresura a ir al salón. Tampoco están las dichosas llaves.
-       Joder – vuelve a la habitación.
Las ve encima de la cama donde antes había buscado. Respira demasiado fuerte. Caminar le empieza a costar. Comienza a bajar las escaleras. Llega al final. Se marea y comienza a andar pegado a la pared. Abre la puerta y balbucea.
-       Ayu…

Cae desplomado.