domingo, 23 de febrero de 2014

Mi madre, la muchacha.

El sofocante calor de agosto no dejaba dormir a nadie, mucho menos a una pequeña de cuatro años y a su madre embarazada de 6 meses. Muy temprano al alba ya amanecían ambas, a veces la pequeña se levantaba después y encontraba a su madre en el salón, apoyada en la ventana, como suplicándole al cielo que cesase el asfixiante calor que la estaba consumiendo. Se giraba y veía a su pequeña: una maraña de rizos oscuros, la boca grande y, a pesar de su infancia, ojeras circundantes en sus ojos.

Mi madre no solía vestirse de azul, nuestra ventana no daba al mar, de hecho ella no lo conoció hasta alcanzar la mayoría de edad, sus cabellos no resplandecían grisáceos y no se enroscaban juguetonamente, pero por esa caprichosa asociación infantil en la que todo te lleva a tu madre siempre pensé que aquella lámina de Muchacha en la ventana que estaba colocada en la pequeña entradita de mi casa era un retrato de mi madre. Recuerdo mirarlo largo rato, recuerdo mirar esas piernas, esas jugosas pantorrillas desnudas y pensar que eran las de ella; incluso su voluptuoso y carnal trasero tan diferente del de mi madre se me antojaba el suyo.
Después, años después, al ver en un libro la obra firmada por Dalí algo se me rompió, una desilusión, otro descontento propio del hecho de crecer, y en medio de esa destrucción empezó a brotar, adquiriendo forma y grabándose a fuego, uno de mis más bellos recuerdos.

jueves, 13 de febrero de 2014

Stones

Camina con parte del peso a su espalda, la mente estaba en blanco y la cabeza erguida con la mirada perdida. Suavemente y con la mayor de las dulzuras acarició lo que estaba cargando.

El sol brillaba en el cielo. Una pequeña nube lo cubrió parcialmente, dando tregua al calor que este producía. Casi todos los que allí estaban miraron al cielo. Él continuaba con la mirada perdida, con los ojos rojos, con su vida destrozada.

Cada paso era un suplicio, una espada atravesándole una y otra vez su ya dañado corazón. Quería gritar, gritar más de lo que ya había hecho durante el día anterior. Un grito mudo acompañado de una lágrima. Apartó la mano del peso que cargaba, del cual no querría deshacerse nunca, y se limpió con la palma de su temblorosa mano. Devolvió la mano a aquella preciada madera.

Nada. Nada importaba en aquel momento. El odio oscilaba de dentro a fuera como un péndulo de Foucault, golpeando cada vez de distinta manera y en un lugar diferente.

Se había afeitado. Llevaba casi una década sin afeitarse y hoy lo había hecho. Ahora se podían apreciar las líneas que los años habían tallado con tanto esmero. El tiempo.

El destino, el final, estaba cada vez más cerca. Comenzó a visualizar la realidad. Comenzó a ver la nuca del hombre que iba delante, el brillo del barniz sobre el roble y las preciosas formas talladas sobre él. Entre la aglomeración de gente pudo discernir unas caras. Sintió los sollozos del hombre que venía detrás. Unas bonitas caras de unos niños, que no estaban preparados para estar allí, desfiguradas por los lloros.

- ¡¡¡No!!!

Los niños gritaban. Uno corrió hacia él y suplicó con la más tierna y desgarradora de la miradas que lo dejase allí, que no se lo llevase. Todos los lloros aumentaron. Su madre se acercó al niño y, no sin esfuerzo, logró cogerlo en brazos. La mirada de la madre y la de él se cruzaron. El niño dijo un no tan desolador, tan lleno de tristeza e incomprensión, que por un segundo se alojó en su corazón: dejó de funcionar. Taquicardia, temblores. Le dolía el corazón, era un dolor físico real.

Habían llegado. Lo bajaron hasta la altura del hueco mientras el sacerdote pronunciaba unas palabras a las que apenas prestaba nadie atención. Introdujeron el armazón de roble en el panteón. Un mar de lágrimas. Unos ojos miraban la escena desde la multitud sin ningún tipo de expresión, impasible.

Un albañil comenzó a tapar la oquedad con ladrillos y masa. Cubrió dos caras del primero de los ladrillos. Sintió una piedra a su espalda del mismo peso que el ataúd. El albañil cogió un segundo ladrillo y repitió la operación. Tuvo la misma sensación. Cayó sobre sus rodillas y lloró sordamente.

domingo, 2 de febrero de 2014

SALVACIÓN

La felicidad tiene algo que ver con ocuparte de otros. Con sentirte responsable de su bienestar y de su rutina. Esto lo he interiorizado. Cuando perdí a todos los que han significado algo para mí me di cuenta que con 63 años no sabía ocuparme de mí misma. No sabía qué me gustaba desayunar, qué me gustaba ver en televisión o qué me apetecía comer los días de calor. No sabía, ni siquiera cuando superado el primer tramo del duelo empezaba a poder hacerlo. No sabía cómo.

Es el egoísmo un sistema de defensa del ser humano que nuestra cultura ha transformado en un defecto, quién ha convertido la saludable costumbre de pensar en uno mismo en una conducta reprochable. Dónde está el equilibrio.

Vuelvo a despertarme tras otra noche inquieta. Sin prisas me pongo mi bata, subo la persiana y al volverme hacia la cama nada. Nadie. Cruzo el pasillo hacia el baño y ante el espejo me observo un largo rato. Ya se ha convertido en mi ritual. Miro mis labios, mis ojos, mi entrecejo. Recuerdo el primer día que comencé el ritual: me extrañé de mi rostro. Cómo habían pasado tantos años sin observarlo, sin observarme. Ahora me impongo esta vista todas las mañanas.

En la cocina preparo un té, he dejado el café por el gran tamaño de mi cafetera, no sé preparar café sólo para una. No sé hacer comida para una, no sé manejar una casa sólo para mí. No he aprendido a escoger, a elegir, a decidir sin consenso, sin pensar en los otros. Por qué nadie me dijo cuando compartía mi vida: no te abandones, sé egoísta. Sólo eso te salvará en el fin de tus días.

LurHall