domingo, 24 de agosto de 2014

Intercambios rutinarios

El autobús para a sólo unos metros del hotel. Le da tiempo apenas a escuchar una canción más mientras camina. Entra por la puerta y saluda con un gesto a Luis y Fátima, camareros del comedor que acaban de colocar las cosas del desayuno. Baja unas escaleras y entra en la sala de taquillas donde deja su mochila, se quita por fin los auriculares y se pone su bata blanca con botones y cinturón. Cuando abre la puerta ya están Carmen y Sole pegadas a la plancha. El vapor es algo que cree le sienta bien para sus castigados pulmones, al fin y al cabo, es imposible que sus bronquios no se dilaten durante su jornada de trabajo. Piensa que eso la ayuda a sobrevivir mejor al invierno.

Es tan difícil hablar mientras trabaja que pasa las horas repasando una y otra vez lo sucedido el día anterior. Recrea sus pasos viéndose a sí misma en tercera persona. Ve como sale del hotel, come un sandwich y entra en la cafetería a limpiar. Justo cuando acaba de fregar se coloca su largo delantal negro y detrás de la barra observa cómo llega Jaime. Le pide un café con leche, largo de café, y luego él mismo, le añade canela. Nada de azúcar. Se sienta en cualquier mesa libre cerca del ventanal y abre su portátil. Tras unas cuatro horas abandona la cafetería y sale por la puerta trasera, lo que la obliga a dar un rodeo hasta llegar a la parada del metro. Baja las escaleras apresurando el paso porque oye como está entrando en la estación el vagón. Hay varios asientos libres por lo que se acomoda. Escuchando su música recuerda la cara de Jaime al ver la última quemadura que se hizo planchando esos manteles de lino utilizados para la última boda en el hotel. Rememora ese gesto de preocupación que él no pudo disimular, a ella le gusta. Seis paradas después sale del subsuelo y observa el cielo despejado. Camina aún dos manzanas más y llega a su piso. Abre la nevera y saca las salchichas de los lunes. Las hierve un poco mientras le dice a Mara que por favor vaya mañana ella a pagar el alquiler. Promete ir ella los dos próximos meses. Mara, mientras le da el pecho a su pequeña, acepta con una sonrisa. Le da un beso cariñoso en la frente a ambas y se lleva la cena a la habitación. Se lo vuelve a agradecer y ambas se sonríen, Mara le guiña un ojo. Se quieren. Se sienta en la mesa que utiliza de escritorio. Coge una salchicha con la mano, la moja en ketchup y se la mete en la boca. Comer sin cubiertos le gusta. Abre el cuaderno, ya casi van ochenta hojas usadas. Empieza a escribir.

Jaime sale de casa tarde, al mediodía. Ya ha modificado totalmente su reloj vital: acostarse a las 05:00 a.m. y levantarse a las 01:00 p.m. Deja su piso y cruza el paso de peatones que lo separa del kiosko donde compra a diario la prensa. Enciende su ipod y comienza su paseo hasta la cafetería en la que cada día toma su primer café y escribe su columna. El paseo le permite observar la ciudad cada día mientras repasa lo escrito la noche anterior, los cigarros fumados de madrugada, el folio que a veces es incapaz de llenar. Escucha aproximadamente diez canciones hasta que cruzando el ventanal se quita los auriculares y apaga el reproductor.

Ahí está ella, Clara, como todos los lunes, miércoles y  jueves de la semana. Sólo tres días. Eso le extraña. Imagina que será una estudiante que completará su beca o el sustento económico recibido de sus padres con este trabajo en la cafetería. Le sonríe y le pide un café. Siempre se lo deja en el punto exacto. Largo de café y cremoso. Después un toque de canela y sin endulzar. Cuando en ese momento se lo entrega descubre una marca de una herida reciente. Este hecho atrae su atención tan descaradamente que la mira sin reparo, casi de manera grosera. Clara se percata y le despeja las dudas: es planchadora en el Hotel Gran Embajador. Le sonríe con los ojos y nota cierto rubor en la joven. Se disculpa educadamente por la indiscreción, recoge su café y se sienta en la mesa libre que encuentra cerca del ventanal. Intenta escribir la columna que entregará mañana y se publicará en tres días. Se pregunta si ella leerá sus columnas. Antes de la quemadura lo daba casi por supuesto. Ella era a sus ojos una universitaria y él un aclamado escritor y columnista que gozaba del favor de un público joven. Ahora tiene dudas. Ha errado en su juicio sobre ella. Quizás porque es guapa y tiene buenos modales la creyó una estudiante. Sería quizás por aquel comentario que le hizo en una ocasión, inteligente e irónico, sobre el libro que un cliente había olvidado en la barra. Clara se marcha alrededor de las 7 y media de la tarde y él todavía agota una hora más la estancia. En total tres cafés y dos sandwiches: 35 euros, pero la atmósfera y la ubicación de la cafetería, a su parecer, los vale. Jaime recoge su portátil y de nuevo se coloca los auriculares. Enciende el ipod y se acerca al supermercado.Compra verduras frescas y frutas tropicales, al fin y al cabo la cena es la comida que más lo nutre de todo el día. Llega a casa, deja las bolsas en la mesa de la cocina. No las coloca, ni siquiera saca su compra. Se cae al suelo el recibo del supermercado y sin mirarlo lo tira a la basura. Se quita el abrigo y posa su mochila en el sofá. Acaricia a su perro y le dice con cariño que ahora bajan al parque. Le pregunta retóricamente si Saúl, el paseador y educador canino, se ha portado bien con él. El perro se sienta y alegremente menea el rabo. Se quieren. Entonces de la parte izquierda del estrecho armario del baño saca la tabla sin estrenar. Va a su habitación, coge una camisa al azar. Regresa al baño, no lo ha hecho en su vida y ya van más de diez años viviendo solo. Empieza a planchar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario