jueves, 14 de noviembre de 2013

Café de medianoche


No era el momento más común ni el más recomendado para ello, pero a ella eso le daba igual. Era el segundo que se tomaba, pero esa noche sería larga. Lo acaba de conseguir. Hacía cuatro años que lo esperaba. Las noticias que estaba leyendo en el móvil parecía que no iban con ella. Que si prima de riesgo, bonos del Tesoro, IBEX 35, etc. Nada la sacaba de su felicidad, nada, salvo su saber estar, evitaban que el grito de victoria saliese por sus labios. Cuatro años de espera a sabiendas que lo iba a lograr, pero la espera real había sido mucho mayor. El camarero se acercó con un nuevo pocillo sobre un pequeño plato en el que traía un azucarillo y una galleta. Educadamente y con una sonrisa pidió al camarero sacarina.
Vibró el móvil. Un mensaje:

Acabo de salir. En cinco minutos estoy ahí.

Los ojos tomaron un brillo especial, un brillo entre emoción e ilusión.
Cogió el café y se fue hacia la mesa en la que habitualmente se sentaba. Los minutos parecían horas. El reloj Rado que tenía puesto se empezaba a sentir demasiado observado. Lo miraba una y otra vez. Parecía que el tiempo se detenía. Quizás sea ese el motivo por el que los momentos felices se recuerdan por siempre. La espera se hacía insoportable. Salió a la calle. Nadie conocido a la vista.
Entró. Cogió  el periódico. Revisó las noticias que ya hacía tiempo que conocía. Observó una noticia que le impactó. Comenzó a leerla con detenimiento.
Unos brazos se le acercaron por detrás.

Ghosts - Stay the night:


sábado, 2 de noviembre de 2013

La vergüenza


Apenas amanecía y yo ya estaba despierta desde hacía unas horas. El cansancio era enorme pero muy superado por el miedo. A mi lado Andrés dormía, rendido por el sueño tras varias horas de vueltas y vueltas. Extrañaba la cama, la pensión conservaba aún somieres de muelles y colchones de espuma, algo que yo ya no sufría en mi casa.  Recuerdo como cerré los ojos y suspiré al oír la alarma del despertador. Ya me tocaba ducharme, vestirme y salir hacia nuestra cita. No conocíamos Pontevedra, y por ello me parecía una ciudad enorme y difícil; algo que con el tiempo y los años cumplidos he sabido que era falso. Pero con apenas dieciocho años y poco más que dos o tres viajes en autobús a Santiago con las amigas, cualquier desplazamiento parecía un viaje atemorizador. Este lo era aún más, por lo clandestino, por la vergüenza.

Ni Andrés ni yo habíamos informado a nuestros padres del viaje, Andrés consiguió el dinero de dos primas que ya trabajaban y en las que confiaba. Con ello pagaríamos la intervención, la pensión y los medicamentos. Yo conseguí lo necesario para el desplazamiento: consistente en autobús, tren y tren, autobús para volver, esperaba, sana y salva. Mientras me vestía observaba los movimientos de Andrés en la pequeña habitación: se secaba con la toalla gastada, poco suave y casi transparente; cogía su bote de desodorante y tras aplicárselo se ponía su camiseta de Iron Maiden. En medio de ese proceso su mirada en el espejo se cruzó con la mía y, de nuevo, ese gesto, el mismo que el día que le comuniqué mis dos faltas. El mismo que el día que me hice la prueba. Ese gesto de: estoy aquí, contigo.Me sentía afortunada por tenerlo a mi lado, sabía que lo era. No podía ni imaginar a las mujeres que se enfrentarían solas a esto. Algunas tendría a su madre quizá, otras a alguna tía, una hermana o una amiga. Otras estarían solas. La soledad unida a la vergüenza.

Nadie confiesa que se ha levantado un mañana temprano, se ha duchado y ha ido a que le practiquen un aborto. Nadie comparte las dudas y el miedo. Ninguna de mis amigas me ha contado jamás que han pasado una noche en vela en una barata pensión en una ciudad de provincias esperando que a la mañana siguiente pusieran fin a un error que se había extendido ya durante casi 70 días. ¿Y quién me entendería a mi?. Andrés me quería y yo a él, mis padres eran comprensivos, jóvenes, me hubiesen ayudado. Sus padres tenían un negocio próspero en el que Andrés ya colaboraba en ratos libres. Y de nuevo la vergüenza. La vergüenza de lo clandestino, de lo pecaminoso, del crimen que otros te acusan de cometer. Con dieciocho años me sentí ya maldita.

Acabé de vestirme, me hice una coleta, agarré la mano de Andrés y dejamos la habitación. 


LurHall