jueves, 24 de abril de 2014

La fábula del niño

Raúl tiene 9 años, le gusta leer, los juegos de rol, el balonmano y las series americanas recomendadas para chicos mayores que él. Le gustaba sentarse en el acogedor salón que su madre había decorado cuidadosamente hasta conseguir un clima digno de catálogo. Y allí estaba, tumbado en el sofá viendo la televisión, solo en la sala. Y entonces tuvo lugar una escena.

Tres jóvenes, dos hombres y una mujer, viajaban en un coche mientras ella hablaba por el manos libres con su jefe, que la insultaba recurriendo a su condición de mujer, indicándole que lo único que ahora podría hacer para arreglar su trabajo era ponerse unas botas altas y alegrale el día en una habitación de hotel. Y entonces vio la cara de la chica, cómo sus dos colegas en el coche habían escuchado aquello, cómo sentía vergüenza y bochorno; la actriz interpretó tan bien que Raúl comprendió la parte real de aquel hecho, de las muchas veces que posiblemente se faltase el respeto a las jóvenes de forma machista. Y entonces resolvió que desde día él iba a ser feminista.

Primero se acercó a la cocina de su casa, a contárselo a su madre, que había llegado hacía veinte minutos de trabajar y ahora calentaba la comida que Isabel, la asistenta, preparaba mientras llamaba a su hija para que pusiera la mesa. Su madre rió con ternura. Pensó que esa nueva ocurrencia de su mimado niño pequeño se debía al amor que sentía por ella, a su admiración. Raúl no entendió la reacción de su madre. No lo apoyó, ni lo felicitó por su decisión, no le dijo ni una palabra, ni si ella ya era feminista o no, si estaban juntos en esto. Se limitó a acariciarle la cara y pedirle que llamase a su hermana.

Después se lo comunicó a su padre, que estaba sentado delante del ordenador navegando en la red. El padre le explicó a Raúl que el feminismo era un anacronismo, que ya no se necesitaban personas feministas. Eso era un movimiento superado, cosa de los años 60 o 70, ahora ya estaba todo hecho. Raúl pensó en estas últimas palabras: ahora ya estaba todo hecho. Recordó entonces la escena. Era un coche nuevo, la chica llevaba un peinado actual, como sus primas, el acompañante escribía en un iPad y hablaban por el manos libres. No le pareció que aquello perteneciera a una época pasada.

Por último se lo anunció a su hermana, una bella adolescente colmada de caprichos. Inteligente y espabilada, buscaba Raúl en ella la empatía que sus padres no le habían brindado. Sin embargo ésta le anunció que ser feminista no era nada positivo. Según lo que ella había visto ser feminista era ser violenta y estar insatisfecha de forma crónica, además, las feministas nunca ven las cosas con perspectivas y exageran todo. Ella “nunca sería feminista ¡ Por Dios!”. Ningún chico de provecho se fijaría en una feminista porque eran una especie de lesbianas tristes y deprimidas que protestaban por todo y nunca hacían nada alegre o divertido. Raúl, no tenía palabras, se limitó a darse la vuelta y volver al salón.

Ante este panorama el niño decidió no compartir con nadie más su nueva condición. Pensó que él jamás permanecería impasible ante un abuso así y que nunca permitiría que una amiga o compañera sufriera una vergüenza tal. Y pensando esto comenzó él mismo a poner la mesa.

lunes, 14 de abril de 2014

Un marco


Se aferra al recuerdo. Agarra la fotografía y acaricia el marco y el cristal que la protege de la humedad. Le habla. Sólo el silencio y él solo. Ve a sus pequeños, sus dos hijos, sonriendo.

Ya había pasado tiempo, ¿cuántos meses?, se pregunta mientras echa cuentas. Siete, se responde con una mueca que semejaba una sonrisa ocultando el dolor, sólo quedaban dos más para volver a verlos, pero todavía faltaban dos. Dos largos y cortos meses.

Acaricia el cristal de nuevo situando los dedos sobre la cara de su hijo menor. Duda si podría reconocerlo al llegar. Temía que al niño también le pasase lo mismo. Se imaginaba en el aeropuerto yendo a su encuentro y que el pequeño preguntase a su madre ¿quién es este señor? Le aterraba, lo destrozaba y le hacía cabrearse consigo mismo.

Se levanta del sofá y se dirige al baño para cepillar los dientes y hacer sus necesidades físicas. Al terminar vuelve a la sali,ta coge la foto y se dirige al único dormitorio del piso. Enciende las luces.

Se desnuda muy rápidamente porque hace frío a pesar de estar la calefacción encendida y se queda en bóxer.

Aparta el  edredón, la manta y la sábana. Se sentó al borde de la cama. Deja las zapatillas en el suelo, perfectamente perpendiculares a la cama y tocándose una con la otra tal y como siempre hace. Mira el marco una última vez y lo deja sobre la mesita de noche. Se tumba. Presiona el interruptor y las luces se apagan. Un escalofrío recorre su cuerpo al entrar en contacto con las frías sábanas.

Tumbado coma arriba, presiente que esta noche será larga. Una pelea a muerte con el sueño en el que este último desaparece continuamente. Mira el techo, negro por la ausencia de luz, imaginando el futuro. Planea.

Escucha el despertador que suena a cada segundo produciendo un sonido equiparable al de una maza chocando con una pared. El ruido se estanca en su cabeza. Se cubre completamente con todas las capas y toma la posición fetal sobre el lado izquierdo.
Hoy será otra noche en vela y ya iban muchas esta semana.

jueves, 3 de abril de 2014

Su libro

A duras penas volvía a casa agotado, la espalda ya no le concedía ni un segundo de paz. A lo lejos vio como su hijo se montaba en su coche y salía espantado, “quizás no vuelva a verlo” pensó. Cruzando el umbral la vio, ese gesto suyo, sabía lo que había pasado. ¿A cuántos hijos más iban a perder? Y sobre la mesa ese libro. Su libro, lleno de mandatos y caminos hacia la redención. En ese instante sintió el impulso de quemarlo, eliminarlo para siempre, como si nunca hubiese sido escrito acabando así con esta guerra.