jueves, 23 de enero de 2014

TE HIERE

Habían pasado ya muchos años, pero el tiempo todavía no había curado sus heridas.  Tampoco el odio que ocultaba ante los demás detrás de una sonrisa y de un bien, ¿y tú?, que preguntaba aunque no le importase.

Estaba contento, nunca se había sentido tan libre. Sus hijos, ya mayores tenían sus propias familias que dirigían, como mejor podían, con sus cónyuges. Se sentía aliviado había dejado volar el tiempo, quitando todos y cada uno de los relojes, calendarios y referentes temporales, salvo la nocturna televisión que le ayudaba a conciliar el sueño y a no pensar en las pérdidas, en la soledad.

Lloraba, lloraba como nunca antes había hecho. Lloraba por la rabia de no haber actuado, por la rabia de ser un Don Nadie. Sopla el viento. Una hoja de una gama de marrones, desde el amarillo-marrón hasta el marrón-negro, caía mientras observaba desde la ventana.
Un ladrido. Se fue a cama. Sin querer, pensado… Dejó escapar  un te quiero, nadie estaba para escucharlo: “Te quiero”.

Le quiero se convenció para confirmar lo que ya sabía y desmentía todo el rato. Te quiero, dijo de nuevo mientras se arrancaba un pedazo del alma. Te quiero, lloró. Te quiero
Él también le quería, el otro. Él, el otro, se había instalado en casa dos meses después de separarse. Le dolía. Le había roto todos y cada uno sus órganos.

Recordó la bolsa de la compra que se había olvidado en el coche. Abrió el coche y se introdujo para buscar unos papeles. Al salir quiso coger la bolsa de la compra. Las dejó en el suelo entre sudores fríos.  Vio la frase de promoción durante este mes: Compártelo con tu familia. Se sintió solo. Solo. Soledad de la que duele y no puedes disfrutar. Una soledad que te ata al triste sitio donde tus penas de ahogan a ti en vez de hacerlo  al revés. Penas que te cogen por el cuello, te arrastran a la cocina, abren un cajón sacan un cuchillo. Él no haría eso, sería demasiado fácil. No, no lo haría.

Intentó coger las bolsas, pero se sentía mareado. Caminó a trompicones hasta la casa. Un dolor en los brazos apareció, le pesaban. Caminó lo más rápido que pudo. Descolgó el teléfono. Su vista estaba nublada, a duras penas vislumbraba los números. Marcó un uno. Otro uno. Un dos.

-          112 Galicia, dígame en que podo axudalo?
-          Teño unha forte dor no peito, case non podo mover os brazos…
-          Agora mesmo lle enviamos unha ambulancia. Non colgué. – y tras unos segundos - Dígame a súa direción.

Preguntó la dirección y pidió que dejase la puerta abierta. Parecía que el final no estaba lejos.
Caminó a la salita. Vio por la ventana las bolsas de la compra al lado del coche, que estaba con el maletero abierto.  Se sintió impotente.
Encendió el televisor. Se tumbó en el sofá, con un cojín tras su nuca. Cerró los ojos y dijo en un suspiro:

-          Te quiero


lunes, 13 de enero de 2014

La niña


La niña posó sus pequeños pies descalzos sobre el frío suelo. El pelo revuelto y casi desnuda, sólo sus braguitas de algodón blancas. Nada más exigía el sofocante calor extremeño. Recorrió con rápidos pasitos la distancia que separaba la habitación en la que dormía con sus primas de la cocina. Ese era su destino, era donde sabía que se hallaba su tesoro.


Todavía tenía dolor abdominal por el atracón de la noche anterior, apenas unas horas antes su madre se lo había dejado claro.
-Ya vale. No vas a dormir, al final caerás mala…
Pero allí se plantó ella delante de la quesera, la abrió y contempló la extraña luz que irradiaba el blanco de su gula. Parecía guardar en el interior una llama, o lava, un derrame de intenso sabor. Lo sostuvo un momento y se lo acercó a su carita. Ese era el ritual olfativo que precedía a la explosión de placer. Se sentó en el suelo y empezó a meter el dedo poco a poco en el queso. Notó como la textura de éste, cremosa y espesa, le hacía cosquillas. Se ayudó del corazón y del anular, y así con sus tres pequeños dedos comenzó a extraer poco a poco el interior del queso. Se lo acercaba a la boca y sin pan, ni nada que le ayudase se lo metió  para saborearlo, como si se tratase de un caramelo masticable gigante. Escuchó entonces que su abuela se levantaba. Abrió los ojos como si eso afinase sus oídos y con un movimiento rápido se puso en pie y devolvió el queso a su sitio. Volvió a su cama e intentó dormirse mientras su mano se apoyaba sobre su  nariz percibiendo el sabroso aroma del queso. Salivando más de la cuenta, en unos minutos, se quedó ya dormida. 


LurHall

jueves, 2 de enero de 2014

Baldosas amarillas


Hacía calor en el huerto que tenía tras su casa de piedra que con tanto cariño había restaurado durante los últimos diez años. Los tomates estaban maduros y se disponía a cogerlos. Tenía una cesta de mimbre con pimientos, puerros y otras hortalizas.

Levantó la cabeza y miró al cielo. Su cara reflejaba la tristeza de los años y, además, la sabiduría que estos proporcionan.  Parecía que el sol mañana tampoco iba a dar tregua.

Recogió sus utensilios,  guardó las cosas y llamó al perro que estaba entretenido ladrando a unas gaviotas que se habían colado en el huerto.  

Tranquilidad, sosiego y soledad. Era lo que tenía, pero no estaba seguro de si era lo que necesitaba. El agobio se había apoderado de él años atrás y esto conllevó su huida de la sociedad hacia el campo. Había dejado todo atrás. Su mujer, acompañada del amante que había tenido desde la primera discusión en la que ella se había ido de casa durante un fin de semana, vivía en la casa que en algún momento había sido suya también. Jamás se lo había confesado claramente, por eso nunca dice sentirse engañado, aunque él sabe que tan sólo lo hace para sentirse más fuerte y aguantar la soledad en la que él mismo se estaba hundiendo desde el momento en que ella decidió irse porque “ya nada es igual”. Sus hijos se habían situado del lado de la madre y no los había vuelto a ver desde aquella.

Una lágrima se asomó sin dejarse caer. El recuerdo que la había hecho asomar se había desvanecido y ya no sabía por qué estaba así.

A veces hubiese preferido que el teléfono móvil, que antes tanto usaba, sonase de vez en cuando, pero había sido su propia decisión no volver a encenderlo. Y esa noche el teléfono iba a cobrar más importancia de la que hubiese pensado.

Entró en casa por el camino que él mismo había hecho de baldosas amarillas.
Encendió la televisión que lo acompañó mientras hacía la cena. Su perro tumbado al lado de la mesa. Se le escapó una sonrisa. Un buen momento se instaló en su mente e hizo que esbozara una leve sonrisa. Otra lágrima asomó y esta vez no pudo detenerla.

Cenó.

Se acostó como siempre con la televisión encendida a las 23:30. Tras un rato de ver el televisor, el sueño se apoderaba de él cuando el teléfono de casa empezó a sonar…