domingo, 23 de febrero de 2014

Mi madre, la muchacha.

El sofocante calor de agosto no dejaba dormir a nadie, mucho menos a una pequeña de cuatro años y a su madre embarazada de 6 meses. Muy temprano al alba ya amanecían ambas, a veces la pequeña se levantaba después y encontraba a su madre en el salón, apoyada en la ventana, como suplicándole al cielo que cesase el asfixiante calor que la estaba consumiendo. Se giraba y veía a su pequeña: una maraña de rizos oscuros, la boca grande y, a pesar de su infancia, ojeras circundantes en sus ojos.

Mi madre no solía vestirse de azul, nuestra ventana no daba al mar, de hecho ella no lo conoció hasta alcanzar la mayoría de edad, sus cabellos no resplandecían grisáceos y no se enroscaban juguetonamente, pero por esa caprichosa asociación infantil en la que todo te lleva a tu madre siempre pensé que aquella lámina de Muchacha en la ventana que estaba colocada en la pequeña entradita de mi casa era un retrato de mi madre. Recuerdo mirarlo largo rato, recuerdo mirar esas piernas, esas jugosas pantorrillas desnudas y pensar que eran las de ella; incluso su voluptuoso y carnal trasero tan diferente del de mi madre se me antojaba el suyo.
Después, años después, al ver en un libro la obra firmada por Dalí algo se me rompió, una desilusión, otro descontento propio del hecho de crecer, y en medio de esa destrucción empezó a brotar, adquiriendo forma y grabándose a fuego, uno de mis más bellos recuerdos.

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