jueves, 2 de enero de 2014

Baldosas amarillas


Hacía calor en el huerto que tenía tras su casa de piedra que con tanto cariño había restaurado durante los últimos diez años. Los tomates estaban maduros y se disponía a cogerlos. Tenía una cesta de mimbre con pimientos, puerros y otras hortalizas.

Levantó la cabeza y miró al cielo. Su cara reflejaba la tristeza de los años y, además, la sabiduría que estos proporcionan.  Parecía que el sol mañana tampoco iba a dar tregua.

Recogió sus utensilios,  guardó las cosas y llamó al perro que estaba entretenido ladrando a unas gaviotas que se habían colado en el huerto.  

Tranquilidad, sosiego y soledad. Era lo que tenía, pero no estaba seguro de si era lo que necesitaba. El agobio se había apoderado de él años atrás y esto conllevó su huida de la sociedad hacia el campo. Había dejado todo atrás. Su mujer, acompañada del amante que había tenido desde la primera discusión en la que ella se había ido de casa durante un fin de semana, vivía en la casa que en algún momento había sido suya también. Jamás se lo había confesado claramente, por eso nunca dice sentirse engañado, aunque él sabe que tan sólo lo hace para sentirse más fuerte y aguantar la soledad en la que él mismo se estaba hundiendo desde el momento en que ella decidió irse porque “ya nada es igual”. Sus hijos se habían situado del lado de la madre y no los había vuelto a ver desde aquella.

Una lágrima se asomó sin dejarse caer. El recuerdo que la había hecho asomar se había desvanecido y ya no sabía por qué estaba así.

A veces hubiese preferido que el teléfono móvil, que antes tanto usaba, sonase de vez en cuando, pero había sido su propia decisión no volver a encenderlo. Y esa noche el teléfono iba a cobrar más importancia de la que hubiese pensado.

Entró en casa por el camino que él mismo había hecho de baldosas amarillas.
Encendió la televisión que lo acompañó mientras hacía la cena. Su perro tumbado al lado de la mesa. Se le escapó una sonrisa. Un buen momento se instaló en su mente e hizo que esbozara una leve sonrisa. Otra lágrima asomó y esta vez no pudo detenerla.

Cenó.

Se acostó como siempre con la televisión encendida a las 23:30. Tras un rato de ver el televisor, el sueño se apoderaba de él cuando el teléfono de casa empezó a sonar…

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