jueves, 13 de febrero de 2014

Stones

Camina con parte del peso a su espalda, la mente estaba en blanco y la cabeza erguida con la mirada perdida. Suavemente y con la mayor de las dulzuras acarició lo que estaba cargando.

El sol brillaba en el cielo. Una pequeña nube lo cubrió parcialmente, dando tregua al calor que este producía. Casi todos los que allí estaban miraron al cielo. Él continuaba con la mirada perdida, con los ojos rojos, con su vida destrozada.

Cada paso era un suplicio, una espada atravesándole una y otra vez su ya dañado corazón. Quería gritar, gritar más de lo que ya había hecho durante el día anterior. Un grito mudo acompañado de una lágrima. Apartó la mano del peso que cargaba, del cual no querría deshacerse nunca, y se limpió con la palma de su temblorosa mano. Devolvió la mano a aquella preciada madera.

Nada. Nada importaba en aquel momento. El odio oscilaba de dentro a fuera como un péndulo de Foucault, golpeando cada vez de distinta manera y en un lugar diferente.

Se había afeitado. Llevaba casi una década sin afeitarse y hoy lo había hecho. Ahora se podían apreciar las líneas que los años habían tallado con tanto esmero. El tiempo.

El destino, el final, estaba cada vez más cerca. Comenzó a visualizar la realidad. Comenzó a ver la nuca del hombre que iba delante, el brillo del barniz sobre el roble y las preciosas formas talladas sobre él. Entre la aglomeración de gente pudo discernir unas caras. Sintió los sollozos del hombre que venía detrás. Unas bonitas caras de unos niños, que no estaban preparados para estar allí, desfiguradas por los lloros.

- ¡¡¡No!!!

Los niños gritaban. Uno corrió hacia él y suplicó con la más tierna y desgarradora de la miradas que lo dejase allí, que no se lo llevase. Todos los lloros aumentaron. Su madre se acercó al niño y, no sin esfuerzo, logró cogerlo en brazos. La mirada de la madre y la de él se cruzaron. El niño dijo un no tan desolador, tan lleno de tristeza e incomprensión, que por un segundo se alojó en su corazón: dejó de funcionar. Taquicardia, temblores. Le dolía el corazón, era un dolor físico real.

Habían llegado. Lo bajaron hasta la altura del hueco mientras el sacerdote pronunciaba unas palabras a las que apenas prestaba nadie atención. Introdujeron el armazón de roble en el panteón. Un mar de lágrimas. Unos ojos miraban la escena desde la multitud sin ningún tipo de expresión, impasible.

Un albañil comenzó a tapar la oquedad con ladrillos y masa. Cubrió dos caras del primero de los ladrillos. Sintió una piedra a su espalda del mismo peso que el ataúd. El albañil cogió un segundo ladrillo y repitió la operación. Tuvo la misma sensación. Cayó sobre sus rodillas y lloró sordamente.

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