jueves, 26 de noviembre de 2015

Notas de una cuerda


En el suelo estaba una nota y a pocos centímetros una pluma rodeada por tinta que empapaba parte del papel:

Mi vida es vulgar. Rodeado de gente que no me conoce y a la que no quiero conocer. Gente con la que no puedes contar y a la que no le puedes contar tus historias por estar prohibidas. Gente que te ofrece otras estándolo también y te recrimina haberlas aceptado. Mi vida es una mierda.

No puedo ser yo mismo. Ni puedo salirme de mis casillas. Amarro el asesino en serie que llevo dentro con grilletes cada vez más desgastados. Casi no contengo a la fiera. Mi Mr. Hyde particular se mantuvo tras los barrotes.

Contengo el odio, las ganas de matar. Despellejar. Separar la piel lentamente del cuerpo ajeno en jirones tan sumamente finos que el dolor sea tan agudo que los tímpanos revienten causando un dolor más terrible todavía. Oír los gritos de dolor, las súplicas repletas de lágrimas, los alaridos de las bestias tratadas como tales.

Y odio la puta patraña proveniente de los podridos pozos de ambición putrefacta de los pocos que pueden decir que saben lo que quieren.

Odio tener conciencia antes de haber hecho nada y llorar desconsolado por lo que pudo haber pasado, así asido al asa del recuerdo no nato que pudo haber sido y no fue y se mantiene vivo en el limbo.  

Y odio saber que estando loco me toman por cuerdo, y sabiéndolo no lo demuestre. Odio este miedo al “qué dirán” cuando todos dicen igualmente. Cuando conteniéndome soy juzgado y si sin hacerlo desconozco lo ocurrido.

Odio dejar cosas incompletas y no dejar de hacerlo. Cometiendo el error una y otra vez.  

Odio odiar tan a fondo. Odio odiar tantas cosas. Odio la gente que grita en la calle, las personas que huelen mal, los y las irrespetuosos e irrespetuosas, los y las que no ceden su asiento a los o las mayores, los o las mayores que se ofenden si se lo cedes, los que hablan todo el tiempo y no dejan hablar, las colas en los supermercados cuando hay cajas que no están trabajando, esperar en el semáforo porque está en rojo y no pasan coches, que no pidan perdón cuando te dan un golpe al pasar a tu lado, las miradas desafiantes sin motivo, la política y los políticos, los trabajadores que votan a los ricos de siempre y el trabajo como necesidad para vivir; odio los timing, las meetings, los plannings, el jogging y los runners, el zapping, las selfie, el brunch y tener un feeling; odio pasear por el campo y ver una lata de cerveza, zonas devastadas por las llamas, edificios donde antes jugaba, respirar aire contaminado, no saber de micología, el calor extremo, los mosquitos, el frío intenso, el contacto de los guantes con las uñas y que se enganche una uña recién cortada a la lana; odio perder la tapa de un bolígrafo, tener el lápiz sin afilar, tenerlo afilado y que escriba doble, el maltrato a los libros y verlos tirados en la calle, las tapas del retrete subidas y las luces encendidas sin motivo; odio ver el pan apoyado al revés, la gente que lo corta con un cuchillo que no es de sierra, las dietas saludables, las bebidas con omega 3, los LK6 munitas y las mentiras de la publicidad. Odio que la gente esté feliz con ello mientras yo soy desgraciado.

Odio que me obliguen a odiar y con ello odiarme. Odio lo que me hace odiar.

Odio querer que se acabe y acabar con esta palabra: ODIO.

Oscilaba anarmónicamente como la cuerda desafinada de una vieja bandurria. Se escuchaba el sonido de la cuerda, rozándose contra la viga descubierta en la que colgaban algunas macetas que contenían unos cisos. Unos pegotes de saliva se podían apreciar en el suelo y justo al lado una silla tumbada casi a la altura de los pies que colgaban.

Sus ojos todavía estaban abiertos aunque sin mirada.